volcán

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miércoles, 15 de octubre de 2014

Matilda y Clarisa





Eran hermanas, pero no hermanas de sangre, ni de leche; tampoco se habían criado en la misma familia o bajo el mismo techo.
Crecieron en el mismo vecindario y se habían hecho hermanas una noche de verano, a los cinco años, junto a una hoguera de San Juan que ardía repleta de deseos por cumplir, malos recuerdos y sueños de futuro. Junto al calor de la llamas hicieron el juramento que habría de mantenerlas unidas de por vida, por un nudo más oscuro y apretado de lo que entonces imaginaban y, entrelazando sus dedos, pronunciaron las palabras mágicas de un conjuro inventado por ellas y para ellas. 

Después de aquello y durante años, compartieron  juegos e intercambiaron vestidos, secretos, ilusiones e incluso amores. Juntas eran la unión perfecta de un mecanismo cuyo engranaje funcionaba girando unas piezas que encajaban a la perfección, en una suerte de simbiosis parasitaria, en la que, contradictoriamente, cuanto mejor funcionaba la interacción, más se desgastaban los organismos en su existencia individual.

Clarisa tenía un don que le había sido regalado a través de varias generaciones, y al igual que su madre, su abuela y la madre de su abuela, era una gran pianista. A la edad en la que los demás niños se divierten emborronando cuartillas con torpes garabatos de colores, ella dejaba volar sus manos ágiles sobre las teclas del piano, de forma prodigiosa, despertando una gran admiración en aquellos quienes la conocían. 

Matilde, sin embargo, no tenía ninguna habilidad especial, a excepción de una gran capacidad de amar y un sentido de la lealtad que sobrepasaba cualquier lógica, y desde el primer recital público de Clarisa, le acompañó siempre siendo un soporte en la sombra en los momentos más brillantes y en los más difíciles.

Su carrera prometía ser sobresaliente y el mundo parecía girar en torno al talento musical de Clarisa. Cuando Matilde perdió a su madre en un trágico accidente, Clarisa ensayaba sin pausa para una audición que días después resultó ser un gran triunfo cuyos aplausos apoteósicos dedicó, con voz temblorosa y gesto elegantemente afectado, a su enlutada amiga que inclinaba la cabeza enjugando una lágrima, en uno de los palcos.

Cuando a Matilde le quebraron el corazón por primera vez, Clarisa saboreaba las mieles de haber sido aceptada, tras un durísimo examen, en una de las escuelas más reconocidas del mundo, y su alegría era tan arrebatadora que no había espacio para tribulaciones en muchos kilómetros a la redonda. Y Matilde sonrió con ella, ignorando una vez más a su propio corazón para acoplarse al ritmo del mecanismo que les unía, haciendo suyos los éxitos y los fracasos de su amiga. 
Y de esta forma parecía nutrirse del talento, la gracia y el carisma de Clarisa, que como una estrella a su lado, le hacía verse a si misma más radiante y valiosa, sin advertir que a veces hay estrellas que devoran y engullen a los planetas cuya órbita se aproxima demasiado a su campo gravitatorio.

Cierto día se habían reunido para pasar una agradable tarde juntas y tras disfrutar de una deliciosa porción de tarta de zanahoria, decidieron dirigirse al pequeño invernadero acristalado que la familia de Clarisa poseía en su propiedad.
El aroma de los lirios, el jazmín y las gardenias golpeaba la nariz al traspasar el umbral y los colores de las flores bajo la luz que se filtraba a través del cristal, daba una apariencia de irrealidad al ambiente.
En las distintas banquetas colocadas a modo de grada, se abarrotaban macetas con plantas florecidas, exultantes de vida y salud, que daban fe del buen hacer de los miembros de la familia en su vegetal afición. Bancos a medio construir se apilaban en el centro, con algunos tablones de madera listos para ser ensamblados, lijados y barnizados, junto a una pequeña sierra circular y un par de pinceles. 

Clarisa solo tenía intención de regar algunos tiestos y contemplar la tonalidad de las flores, así que comenzó a recoger los utensilios de carpintería que alguien, descuidadamente, había dejado por medio, y no reparó en que la sierra eléctrica seguía enchufada a la toma de corriente. La fatalidad quiso que su mano presionase de forma accidental el botón de encendido y el disco metálico, frío y plateado comenzó a girar peligrosamente, implacable y destructor.

Fue un estallido de sangre y carne y los delicados pétalos quedaron cubiertos de gotas rojas, mientras los alaridos de dolor y pánico, rebotaban en las paredes. El llanto incontrolable de Clarisa iba más allá del sufrimiento físico y Matilde, paralizada por el miedo, pudo percibir en su mirada aterrorizada la intuición de una vida rota, dividida en un antes y un después. Sueños, anhelos y esperanzas, rodaban despedazados por los suelos, en forma de pequeñas falanges pálidas amputadas de sus dedos. 

Enseguida un gran tumulto de personas se arremolinó en el invernadero entre gritos de tragedia, exclamaciones de horror y copiosas lágrimas, acudiendo con vendas, hielos, toallas y otros enseres para detener la hemorragia, que cubría de sangre las ropas de la pobre Clarisa quien palidecía cada vez más y parecía estar a punto de desvanecerse.

Cuando se llevaron a la accidentada, Matilde no pudo seguir al grupo, y permaneció allí de pie, contemplando fijamente la sangre, en medio de la quietud de las flores, bellas y ajenas al sufrimiento humano. Había en el lugar un silencio inquietante, mientras aún retumbaba en sus oídos la voz angustiada de su hermana de juramento. Bajó la vista al suelo y observó cuatro pequeños pedazos de  carne rosada,  inerte ahora, e inútil, pero que antaño habían creado magia y felicidad. Entonces una idea cruzó su cabeza. 

Se arrodilló sobre el suelo sintiendo la humedad en su ropa y agarró con sumo cuidado cada fragmento de cuerpo seccionado, colocándolos con ternura en la palma de su mano.  Y uno por uno, lenta y gozosamente, los introdujo en su boca y se los comió. 













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