volcán

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martes, 21 de octubre de 2014

La ventana del alma





Nació la noche más negra del año, como negras eran las ventanas de sus ojos y la sombra de su pelo.
La negrura era, en cierto modo, una herencia materna que, privada del sentido de la vista desde que ella misma había llegado al mundo, reconoció a su primogénita por el tacto de su piel, y una redondez peculiar en un lado del cráneo, sobre la oreja derecha, que aprendió a acariciar en un gesto de calma y conexión mutua.

A pesar de esto, las manos nunca fueron suficiente para la pequeña, que desde las primeras semanas de vida, buscaba ávidamente en los ojos ausentes de su madre, el espejo de su propia existencia.
Aquellos meses iniciales, mecida en los brazos que la arrullaban, envuelta en el olor familiar y en la calidez de una voz amorosa, tocaba su rostro de forma insistente, anhelando una mirada que jamás recibió.

A menudo, los primeros instantes de la vida, marcan el devenir de toda una existencia, como una huella indeleble que atravesase la piel, y en este caso la búsqueda de otros ojos sobre los suyos, se convirtió en una constante y en una sed del alma imposible de saciar.
Y de este modo, desarrolló una personalidad histriónica, escandalosamente ruidosa, con una extroversión desmedida dirigida a atraer la atención para embaucar y retener en sus redes a todo aquel ser humano que se cruzaba en su camino. Escarbaba en las miradas de los demás las emociones del momento y las hacía suyas, y así creció, viviendo las alegrías y los temores propios de la infancia, a través de otros.

Más tarde, descubrió el poder magnético de su cuerpo, que seducía de forma irremediable a otros cuerpos, otras miradas, otras vidas y otros corazones. Observaba muy de cerca el amor, el deseo, la rabia, el despecho y la pasión, y se nutría de ellos vampíricamente, rellenando de intensas emociones los vacíos de su propio ser, completando, año tras año, un intrincado puzzle que iba componiendo, pieza a pieza, con pedazos de otras almas.

Pero, con el paso de las estaciones y el peso de la rutina, el disfraz se fue ajando, y la insatisfacción comenzó ser su más ferviente compañera, pues quien construye su hogar con objetos robados, acaba viviendo en ruinas que le son ajenas.

Su personalidad se volvió taciturna y silenciosa, como una alimaña salvaje y hambrienta que acecha con sigilo pero que, demasiado debilitada para dar caza a su presa, sólo puede alimentarse de carroña y despojos.

Un día, su ausencia prolongada alarmó a la vecindad que acudió a las autoridades y a los servicios de auxilio para comprobar su estado de salud. Hubo que forzar la puerta para acceder a la vivienda, y la hallaron muerta sobre su cama, elegantemente vestida y con una leve sonrisa en el rostro. 

Junto a ella, se encontraba un hermoso cofre antiguo delicadamente decorado con tallas  y gemas engarzadas y una fina llave de plata introducida en la cerradura. Cuando abrieron la tapa, encontraron en su interior varias decenas de ojos humanos.

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